En la historia, la búsqueda de Dios aparece como una constante expresada en la cultura y en la filosofía desde los orígenes de la humanidad. Es la obra del hombre propia de su sensibilidad, de su inteligencia y de su voluntad, que muestra claramente el esfuerzo especulativo hacia el absoluto como término último de su indagación y de sus aspiraciones.
La historia del pensamiento filosófico demuestra que la búsqueda de Dios tiene su origen en las relaciones del hombre con la naturaleza, consigo mismo y con los demás hombres. El hombre buscando conocerse tiende a lo irreversible, a la eficiencia ontológica del mundo y a la exigencia de infinitud. Ante esta situación, los filósofos han tratado de responder poniendo el principio originario y meta última fuera del mundo y del hombre (Ser Trascendente) o, viendo a la continuidad y prolongación de la subjetividad humana otra que la sustenta y garantiza (Racionalidad y Espíritu Absoluto).
Esta
nueva subjetividad es interpretada de diferentes maneras por la filosofía
moderna y contemporánea. Desde el panteísmo de Spinoza, que atribuye al ser la
categoría de primer absoluto ontológico, identificando a Dios con la
naturaleza, hasta el monismo de la Idea por Hegel, Fichte y Schelling, pasando
por la reducción de Dios a un concepto, lo mismo que el mundo y el alma,
insinuada en Descarte y sistematizada por Kant. Esta interpretación culmina con
un Dios lejano, desentendido del mundo y sin relación con la historia (deísmo).
Su representación se dejó sentir profundamente en la profesión a-teista
antropomórfica de Feuerbach y de Nietzsche y, a su vez, en el ateísmo implícito
de la filosofía analítica y del positivismo lógico.
En
cambio, otros más contemporáneos llegan a la existencia de un Dios vivo y
personal, exigido por el devenir del mundo y del sentido de la historia, por
ejemplo: Bergson, Blondel y el primer Scheler, Zubiri, Marcel que reconocen a
Dios en la participación y en la presencia. Ven a Dios como un misterio que atañe
constitutivamente al ser humano, porque está inserto y es sustentado por el
poder de lo real, o sea, por la realidad fundamental o deidad.
Otros
pensadores, como Teilhard de Chardin y Horkheimer ponen la trascendencia en el
“aun-no” o futuro incondicionado. Dan a entender que hay que sobrepasar lo
empírico (todo lo realizable en el tiempo) hacia lo metaempírico, porque no es
la historia el soporte de toda la realidad, sino otro ser más poderoso que le
impulsa desde dentro hasta sobrepujarse a sí misma.
Pues
bien, el conocimiento filosófico de Dios, ubica al hombre en dos mundos, a
saber, el de la naturaleza, regido por leyes fijas e inmutables, y el de los
valores propuestos como ideal y meta que conquistar mediante una conducta
recta. Ahora bien, el valor objetivo de este ideal no depende del conocimiento
humano, sino que tiene que ser real y eterno en sí y por sí. Al no estar
encarnado en las cosas perecederas, ni ser realizados por espíritus finitos,
debe ser subsistente en sí mismo, esto es, un Espíritu Absoluto, cuyo
pensamiento y voluntad se expresan en valores concretos. Por consiguiente, Dios
existe como ser esencialmente bueno y valor absoluto, bajo pena de que la
conducta del hombre carezca de sentido y orientación definitiva.
La persona
humana, máximo grado de realidad en el mundo, es un ser descentrando (abierto)
y en vías de realización por contacto con la naturaleza y con sus semejantes.
Pero su capacidad ontológica sobrepuja la finitud de su entorno. Para su pleno
cumplimiento, necesita más ser que el que le proporcionan las cosas y la
sociedad humana; exige plenitud de Ser (Persona absoluta o Tu infinito) a la
cual se abre desde su máxima constitución. Reclama un tú inconvertible en ello.
Pero este solamente puede ser Dios, realidad por excelencia.
Grandes
filósofos personalistas como M. Scheler, M. Blondel y G. Marcel no parten tanto
de la realidad cósmica como de la vivencia profunda del espíritu humano. Su
razonamiento más bien, parte en el hecho de la libertad, que pide otra libertad
plena y realizadora como condición trascendental de su posibilidad.
Para
descifrar el enigma de Dios, el ser humano ha recorrido innumerables caminos
que no pueden simplificarse. Desde el intuicionismo platónico hasta el más
exacerbado intelectualismo (Descarte, Kant, Hegel) y el antropologismo de
nuestra época , en la base del conocimiento de Dios se encuentra siempre la
razón humana, que rechaza la pura facticidad como última palabra y reclama un
horizonte infinito de ser y de sentido. Por lo tanto, se exige preguntar por lo
absolutamente necesario y trascendente.
De
este modo, se abren las puertas del futuro último irreversible del hombre y de
la humanidad, del que la tecnología, la sociología y la política no pueden dar
cuenta cabal, porque se mueven en el área de lo efímero y son incapaces para
obtener soluciones últimas. Sus mejores conquistas pueden convertirse en
instrumentos de alienación y en situaciones de opresión.
En
todo caso, ahí está la experiencia de lo insuficiente que constituye la trama
de nuestra existencia y de la que brota la convicción de un fundamento
necesario ontológicamente superior. El objeto de tal convencimiento,
ciertamente racional, no es demostrable en el sentido en que la ciencia
entiende la demostración, pero apunta inequívocamente a una entidad foránea que
es el principio y la meta, la raíz y el punto de convergencia, el sentido y explicación
de todo lo que existe. Un principio misterioso, indescifrable e inabarcable,
sin el cual nada tiene sentido, pero en quien todo, especialmente el hombre,
encuentra la razón de ser.
Bibliografía:
-
Lucas.
Juan de Sahagún: Dios, horizonte del hombre. BAC, Madrid, 1998, 2ed,
308 pp
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