jueves, 23 de febrero de 2012

La muerte: respuesta cristiana al pensamiento existencialista

El deseo que lleva el ser humano por dentro es el deseo de vivir, pero la existencia nos pone un límite frustrante, que es la muerte. La pregunta que nos hacemos es ¿Por qué la muerte es un problema? Pues porque somos conscientes de ella, morimos y sabemos que morimos, y antes esta conciencia de finitud surge la frustración; el saber que todo termina con la muerte y que después de ella nada sabemos, después de ella la suerte está echada, por eso con razón decía Nietzsche “Si es esta la vida –diré a la muerte- si es esta, quiero vivirla otra vez”, pues nadie ha vuelto a contarnos esa experiencia, cada persona vive su propia muerte.
En el siguiente trabajo presento este problema fundamental, primero como es tratado por el pensamiento existencialista, los cuales tienen una visión muy pesimista de la existencia, ven la vida como un absurdo, como un sin sentido; luego presento una visión antropológica sobre este problema, como la antropología ve en la muerte no lo absurdo de la vida, sino como esta es la que consume nuestra existencia, como ante suceso único la vida de cada ser humano adquiere sentido; luego presento la visión antropológica cristiana, que va mucho más allá, pues la muerte es el paso a la eternidad, el paso a la inmortalidad, a la trascendencia, y le da un sentido a la vida, ya no es absurda, sino que la vida tiene sentido, tiene un fin.
Y por ultimo dedico unas pequeñas líneas al tema de la esperanza, pues al tratar el tema de la muerte, siempre se nos remite a la esperanza. El ser humano que asume su existencia, que asume la muerte como algo propio, lo más intimo de sí mismo, lo cual le remite a la esperanza, porque sabe que su existencia no se limita a la no existencia, sino que está llamado a trascender, y por eso espera, vive esperando.
La muerte
El tema de la muerte es espinoso y quizás un tanto difícil de tratar, pues ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no solo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también y aun más, por el temor de la extinción perpetua.
La muerte desde la perspectiva existencialista.
Esta problemática la inicio presentando el pensamiento existencialista y su posición ante la muerte; hay dos autores que me llaman la atención: Martin Heidegger y Albert Camus.
Heidegger sobre la muerte plantea que podemos observar la muerte de otros, pero es un observar, presenciar desde fuera y no nos enseña nada de lo que la muerte es para el que muere; aun cuando pudiésemos experimentar o sufrir la muerte de otro, no se adelantaría nada, porque esto no sería penetrar el sentido religioso de mi propia muerte. “La conmutabilidad cesa absolutamente en la muerte, porque nadie puede asumir la muerte de otro. Si, en la cotidianidad, yo soy todos los demás, en la muerte, yo no soy más que yo mismo. Se muero solo, decía Pascal; la muerte en cuanto muerte, es esencial y exclusivamente la mía[1]. La muerte es única, cada persona es la que vive y experimenta su propia muerte; la muerte del otro me afecta, pero no me dice nada sobre mi muerte, no es la mía.
La pregunta que surge es ¿puede entenderse la muerte como cesación del ser? Sabemos que la lluvia cesa cuando desaparece, que el camino cesa cuando ya no existe como camino, que el pan se acaba cuando se ha terminado, que la pintura está lista cuando la pared está lista. Pero ninguna de estas acepciones conviene a la muerte del Ser. Muerto, el Ser ni está terminado como perfecto, ni simplemente desaparecido, ni ha quedado listo. La muerte no es cesación; el Ser no deja de existir por efecto de un acontecimiento o de un accidente exterior: la muerte es para el Ser un modo de ser que le afecta tan pronto como es.
La muerte es una posibilidad que el mismo Ser ha asumido como definiendo su poder ser más personal; pues desde que un hombre nace, ya es bastante viejo para morir. La muerte es lo más íntimamente constitutivo del Ser, es la posibilidad primera de las probabilidades. Esta es la posibilidad que el hombre desea evadir, pero que siempre está presente. Los hombres escapan comúnmente a la angustia de la muerte, por una parte, haciendo de ella una simple verdad estadística o una certeza experimental que deja indecisa mi suerte personal; por otra parte, reduciendo la certeza de la muerte a la certeza de que se muere, como si la muerte afectase solo al no ser, que no es nadie. La muerte resulta, para la cotidianidad popular, un caso accidental y desagradable. Se intenta disimular el ser para la muerte que yo soy; así se consuela a los moribundos, ocultándoles la inminencia de la muerte. “El Ser huye ante la muerte, evita el pensamiento de la muerte como debilitador, a falta de valor necesario para afrontar la angustia que ella produce[2].
Esta angustia oprime al hombre desde el momento en que se coloca verdaderamente frente a la muerte, como constituyendo su posibilidad más personal y menos intransferible. Esta posibilidad no es más que la posible imposibilidad de la existencia en general. No se trata de una certeza empírica, sino una necesidad metafísica, que es lo más personal al Ser y la más general; necesidad de una no-necesidad de la existencia, contingencia absoluta de toda existencia humana. “El hombre es un ser para la muerte, esencialmente y constitutivamente[3]. El hombre solo existe para la muerte. Mientras no haya entendido eso, el Ser no se comprenderá a si mismo. Solo la interpretación existencial de la realidad humana como ser para la muerte permite al Ser alcanzar la existencia autentica y, por consiguiente, la ipseidad de la existencia personal, en cuanto que la muerte se presenta siempre y necesariamente como mi muerte. “La existencia auténtica está siempre situada ante la muerte como próxima y comprende, por eso, en todo momento la vanidad absoluta de cada realización y la nada de todo cuanto puede ser como real[4].
Albert Camus también presenta una visión fatalista de la vida, pero en un lenguaje más llano. Antes de encontrarse con el absurdo (el sin sentido) el hombre cotidiano vive con metas, con un afán de futuro o de justificación (no importa con respecto a quien o a que). Evalúa sus posibilidades, cuenta con el porvenir, con su jubilación, o el trabajo de sus hijos. Cree aun que se puede dirigir algo en su vida. En verdad, obra como si fuese libre, aunque todos los hechos se encarguen de contradecir esa libertad. Después de lo absurdo, todo se derrumba. La idea de que existo, mi forma de obrar como si todo tuviera un sentido (aun cuando, llegado el caso, dijera que nada lo tiene), todo esto resulta desmentido de forma vertiginosa por la absurdidad de una posible muerte.
“Pensar en el mañana, fijarse una meta, tener preferencias, todo esto supone creer en la libertad, aun cuando a veces se asegure que no se abriga esa creencia. Pero en ese momento, sé perfectamente que no existe esa libertad superior, esa libertad de existir que es la única que puede fundamentar una verdad. La muerte está ahí como única realidad. Después de ella la suerte está echada. Ya no soy libre de perpetuarme, sino que soy esclavo, y sobre todo esclavo sin esperanza de revolución eterna, sin el recurso del desprecio”[5].
En otra obra del mismo autor, titulado “El extranjero”, cuando Meursault (el protagonista de la novela) es condenado a muerte, este en espera de su ejecución piensa: “Y bien, tendré que morir. Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena ser vivida[6]. Y luego, en un diálogo con el sacerdote, este le pregunta: “¿No tiene usted, pues esperanza alguna y vive pensando que va a morir por entero? Si, le respondí[7]. Más adelante en el diálogo, dice: “Estoy seguro de que usted ha llegado a desear otra vida. Le conteste que naturalmente era así, pero no tenía más importancia que ser rico, nadar muy rápido, o tener una boca mejor hecha. Era del mismo orden. Me interrumpió y quiso saber cómo veía yo esa otra vida. Entonces le grité: una vida en la que no pudiera recordar esta”[8]. Y ya al final de la conversación, Meursault le dice: “Que me importaban las muertes de los otros, el amor de una madre. Que me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos[9]. En conclusión, la vivir la vida y no vivirla da lo mismo, pues siempre la muerte está ahí, esperando, por lo tanto, no importa la forma en que elijamos vivir, ya que un único destino nos espera.
Después de ver las posiciones de estos autores sobre la muerte, primero Heidegger, para el cual la muerte no es más que la posibilidad de la imposibilidad, esto es, la posibilidad siempre latente, segura de la no existencia; y de Camus, el cual es mucho más pesimista, pues la muerte, según él, no es más que la absurdidad total del existir, vivimos para un único fin: la muerte. Pues bien, luego de ver estas dos posiciones existencialistas, veamos cómo se trata el problema de la muerte desde la dimensión antropológica, para luego poder abordar la problemática desde la teología cristiana.
Desde la antropología
La muerte es el fin del hombre entero. Todos los elementos constitutivos de lo humano (la unidad de alma-cuerpo; espíritu-materia; mundanidad-socialidad) son rotundamente afectados por la muerte: ella es la disolución de la unidad del ser; sustracción de la esfera de lo mundano; ruptura de las relaciones con el otro. La muerte no solo es la negación de la vida, sino el eclipse del sujeto, es el fin del hombre. Al ser la muerte separación de alma y cuerpo, el sujeto que consistía en la unión substancial de ambos no subsiste. Es el hombre entero que muere, y morir significa cesar de ser.
La muerte es la posibilidad por excelencia del hombre, como sostienen Heidegger y Camus. Es la posibilidad más propia del ser humano; es la única certeza ineludible que posee acerca de su futuro; es la sola posibilidad factible desde comienza a ser. Es la posibilidad absoluta, no porque relativiza todas las cosas, sino también porque esta despoja a la persona de toda referencia; en lugar de relacionarla, la desrelaciona abruptamente. El hombre, a diferencia de los otros seres vivos, tiene una ordenación intrínseca, dinámica hacia la muerte. Su existencia autentica se da al reconocer la muerte como la posibilidad más peculiar, irreferible e intrascendible del poder ser del hombre.
La muerte goza de una constante presencia en la vida. La índole histórica del hombre, con su típica capacidad prospectiva, unida a su natural finitud, otorga a la muerte un señalado carácter de inminencia; su sombra se proyecta sobre el entero curso de la vida. Esa presencia de la muerte sobre la vida impone al hombre la obligación de tomar postura ante ella; la existencia situada frente a su límite irrebasable, perennemente albergado en su entraña, puede y debe morir la muerte, y no solo expirar; no soportarla pasivamente, sino obrarla. La muerte-acción es el hecho de la vida, encarnada en un existente que se reconoce como ser para la muerte y que usa de su libertad en consecuencia. El hombre, en cuanto naturaleza, padece la muerte como necesidad impuesta, y en cuanto persona, la muerte ha de ser para él la acción de su libertad. Tiene que optar ante ella; no puede rehuir ante la responsabilidad que incumbe, ante su posibilidad más propia y decisiva. La muerte-acción totaliza y consume la vida; confiere al hombre su acabamiento y lo identifica con su destino[10].
Las dimensiones de la muerte
Desde la antropología surgen preguntas sobre la muerte, problemas que se plantean, las dimensiones que esta abarca. El primer problema que se nos da, es el de la finitud. Ella es la nota más abarcadora, el distintivo más infalsificable de la condición humana. La muerte se encarga de impedir el camuflaje de esta realidad, pues es la evidencia física, brutalmente irrefutable, de esa cualidad metafísica de la realidad del ser humano que llamamos finitud. La pregunta sobre la muerte, sobre la finitud genera grandes cuestionantes sobre el sentido de la vida, el significado de la historia, la validez de los imperativos éticos absolutos, la dialéctica presente-futuro, la posibilidad de la esperanza y la delimitación de su sujeto. Veamos más detenidamente.
La pregunta sobre la muerte es la pregunta por el sentido de la vida. El hombre, cuanto finitud constitutiva, es ser para la muerte, tanto en el nivel biológico como en el nivel existencial-ontológico (como sostiene Heidegger). Siendo ser para la muerte en estas dos dimensiones, su vida tendrá sentido en la medida que lo tenga su muerte, y al revés también, una muerte sin sentido corre restrocpetivamente a la vida con su insensatez. Es imposible dar una respuesta a la pregunta por el sentido de la vida mientras no se aclare el sentido de la muerte. La pregunta de fondo es ¿Para qué todo esto si al fin hemos de morir?
La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el significado de la historia. No es posible reducir la muerte al plano individual, pues el ser humano es un ser social, se desarrolla en una sociedad, con conjunto con otros individuos, y su acción individual tiene una repercusión personal, social e histórica, por lo tanto, la muerte individual tiene una repercusión individual, social e histórica. La muerte del individuo es índice de la mortalidad de la especie (dicen Marx y Engels); la mortalidad microscópica es mero reflejo localizado de una mortalidad microscópica que constituye la atmósfera en que se mueve y suspira todo lo que vive. La muerte individual debe ser situada en el horizonte de la muerte total. La finitud del hombre individual es trasunto y anticipo de la finitud de lo humano, de todo lo humano, de la humanidad y del mundo humanizado por el hombre. Es hacia donde se encamina la historia, si sabemos que esta a pesar de estar en un continuo movimiento progresivo es finita.
La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre los imperativos éticos de justicia, libertad, dignidad. De aquí surge la pregunta de si ¿Es posible predicar estos valores absolutos de sujetos contingentes? Si un hombre tratado injustamente muere para quedar muerto ¿Cómo se le hace justicia? Y si ya no se le puede hacer justicia a él ¿Cómo se le devuelve la dignidad y la libertad a los tratados como esclavos si realmente ya no serán más porque la muerte ha acabado con ellos definitivamente?
La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre la dialéctica presente-futuro. Vivimos en un presente poco acogedor, inhóspito, alienado, contradictorio; soñamos con un futuro que sea patria de la identidad, pero entre el presente sufrido y el futuro soñado se intercala la realidad de la muerte.
La pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre el sujeto de la esperanza. Lo finito no parece sujeto apto de esperanza. Su fragilidad ontológica no lo soporta, puesto que es por definición lo abocado a la nulidad. El individuo ¿Posee esperanza o es la esperanza de la especie?; y las generaciones intermedias ¿Tienen esperanza o son los que permiten contemplar con esperanza a las generaciones futuras? No es lo mismo ser esperanza de otros que tener esperanza, pues una cosa es ser sujeto de esperanza propia y otra ser objeto de esperanza ajena ¿Quién conjuga el verbo esperanza? El yo singular que todos somos solo podrá hacerlo si, a pesar de la fecha de caducidad impresa en su realidad, está vigente para él una veraz promesa de vida.
La pregunta sobre la muerte es una variante de la pregunta sobre la promesa, sobre la densidad, irrepetibilidad y validez absoluta de quien la sufre. La cuestión de fondo es ¿es o no es un hecho irrevocable, irreversible? Si lo es, tal hecho no puede ser puro y simplemente succionado por la nada; si no lo es, si también el hombre pasa como pasan los demás hechos, no hay por qué tratarlo con tanto miramiento: la realidad persona es ficción especulativa y debe ser absorbida por esa realidad omnipotente que llamamos naturaleza; pero entonces la muerte es un fenómeno trivial, y el pensamiento humano podría ahorrarse el tiempo que le ha dedicado[11].
Teología cristiana y la muerte
La respuesta cristiana a los interrogantes de la muerte se resume en la fe en la resurrección y la vida eterna. Hay un hombre que murió, no como esclavo de la muerte, que muere por el pecado, sino como un acto supremo de libertad y de liberación. Cristo murió la muerte en la angustia propia de todo ser humano, pero a la vez en la fe en el Dios vivo, en la esperanza de la resurrección y en la caridad para con los hermanos.
El ser para la muerte, que he presentado anteriormente, es el hombre que se retrotrae a su original vocación de ser para la vida. Por eso, el cristiano no muere para quedar muerto, sino para resucitar. Su muerte es una muerte distinta a la muerte del pecado. No es fin, sino tránsito; no es término, sino pascua, paso de la forma existencial provisional a la forma de existencia definitiva.
Esta muerte es la posibilidad señera de la existencia. El cristiano reproduce en si mismo los misterios de la vida de Cristo, en el cual, la muerte ha sido el acto supremo de historia temporal, por lo tanto, la asimilación de tal acto en la propia existencia es tarea sustantiva del cristiano desde el comienzo de la misma en el bautizo, que obra en la inserción del hombre en Cristo y lo hace solidario de su muerte. Ya no se ve en la muerte la angustiosa cesación del ser, sino la configuración con su modelo, y por consiguiente, el acto que debe ser vivido con voluntad de entrega libre y amorosa en la esperanza de la resurrección. La muerte ya no es pena, sino conmorir con Cristo para resucitar con él.
Solo la fe puede alumbrar un comienzo en lo que aparenta ser el fin, solo la esperanza permite desplazar ante él la angustia para dar paso a la serena confianza, y solo la caridad otorga el impulso preciso para la entrega total. Siendo objeto de la fe, nada tiene de extraños que estemos ante un suceso esencialmente oscuro, lo que explica el remanente de angustia que el cristiano prueba cuando lo afronta. Pero la muerte se presenta como realidad dialéctica, como enemiga y amiga, como fin y comienzo, destrucción y consumación, pasión y acción. A la libertad, suscitada y sostenida por la gracia, le atañe optar entre estas alternativas, escoger la propia muerte y realizarla.
Pero de aquí surge una pregunta, pues, esta muerte cristiana ¿se da solamente en el cristianismo explícito? La acción de morir totaliza y consuma la vida, por tanto, no puede ser algo religiosamente neutro, sino que siempre será una realidad teologal, ya que decide a la postre sobre el propio destino. Pues bien, allí en donde la muerte es vivida como tránsito y no como término, con confianza y no con desesperación (aunque sea una confianza oscura y asediada por la angustia), allí está presente la gracia. Solo la fe puede intuir un tránsito en lo que, según lo que vemos, es un término, solo la esperanza puede remontar la desesperación ante la amenaza del no ser más; solo el amor puede dar la vida, no como derroche inútil o como pérdida trágica y absurda, sino entrega con sentido y conquista de una definitiva plenitud.
Allí donde la muerte es vivida como cumplimiento de la existencia o como destino serena y resignadamente aceptado, allí acontece la muerte cristiana, o sea, la muerte que es confesión del Dios vivo. Esta confesión tiene lugar en el reconocimiento de que la vida tenía un significado, pues se acepta la muerte como lo que cumple la vida; y en la sumisión obediente a los propios límites, en la aceptación del propio ser como ser creatural.
El pecado es en el fondo, la pretensión de endiosamiento e ilimitación; por eso es alienante y entraña la pérdida del propio ser en la inautenticidad. El no-pecado es, en principio, identificación con ese propio ser; identificación que tiene lugar cuando el hombre se reconoce como el ser contingente, no necesario; y esto sucede, también en su nivel más radical, cuando se acepta la muerte, con todo lo que ella conlleva de límite infranqueable y de revelación de la finitud del yo humano.
El acto de morir es siempre y necesariamente un acto de fe, ya sea explícita o implícita, o un acto de incredulidad. En este último caso, el incrédulo sufre la que es castigo y emergencia de la culpa, la vive como pena durante su existencia, pues ni comprende ni la acepta, la muere en la desesperada servidumbre de su poder aniquilador. No apercibiéndose del valor salvífico de la resurrección de Cristo, no le es posible aprehenderla de otro modo, ni puede ser para él otra cosa sino el vacío del ser y el sin sentido de la existencia.
La muerte-acción conduce a la persona a su definitividad, la fija en su destino. Pero este carácter definitorio de la muerte ¿Es un momento interior a la muerte misma o le adviene exteriormente por voluntad de Dios? ¿Atañe a la esencia de la muerte marcar al hombre con el sello de lo irrevocable o tal irrevocabilidad sucede en la muerte solo porque Dios lo ha dispuesto así? Los filósofos dicen que el hombre es homo viator, o sea, existencia peregrinante, lo que significa que le tiempo le he es dado como espacio en el que forja su destino; el término de su peregrinación ha de coincidir con su cabal identificación, la muerte ha de importar la llegada del hombre a sí mismo y con ello, el comienzo de su permanente forma de ser.
Pues bien, si la libertad es disposición de la persona sobre sí misma en orden al fin, y nos ha sido dada para llegar a ser lo que queremos ser; si en toda historia personal el pasado no se pierde, sino que va configurando el presente y el futuro y a medida que el tiempo transcurre, el hombre acumula en su interior los frutos de sus opciones, que pasan así a ser realidad, medio en el que la libertad se mueve hacia el porvenir. Y como esos frutos no son residuos estáticos, ni posesión adyacente a la persona, sino su autodevenir, ésta llega, en ellos y por ellos, cada vez más a sí misma. Cuando el futuro se agote, el hombre se encontrará con el inmenso cúmulo de sus realizaciones, de todas sus realizaciones; esa suma no será otra cosa que la fiel imagen de lo que a elegido ser: será el yo llegado a sí mismo.
El tránsito de lo cambiante a lo irrevocable, que sucede en la muerte, no es por tanto, efecto de un acto puntual, pues en la estructura inmanente de la existencia humana se halla inscrita la posibilidad de llegar algún día a la consumación. La antropología cristiana demanda porque cree en la salvación. Cabe la pregunta de por qué en la biblia se par hecho que con la muerte se clausura el status viae y recusa consiguientemente todo asomo de metempsicosis. La respuesta es: porque de lo contrario el mensaje bíblico no podría ser lo que es: la oferta de una salvación definitiva.
Pues bien, toda vez que Dios ha creado al hombre para la salvación, ha debido diseñarlo con una estructura ontológica tal que esa criatura sea activamente capaz de salvación, o lo que es lo mismo, capaz de una opción definitiva. El hombre es un ser habilitado para llegar al fin, no es un torso crónicamente incompleto. Pero si no hay un real status termini, solo habrá status viae; el yo humano es y será siempre viator, ser permanente y constitutivamente inacabado, deficitario, no salvable. Dicho de otra manera, la realidad de un genuino status termini es sencillamente, condición de posibilidad de la salvación.
Si la vida tiene sentido, y no es el juego absurdo como pensaban los filósofos existencialistas, la muerte debe dar al hombre el permanecer durante la eternidad en lo que quiso ser durante el tiempo; y por ello no en virtud de una postrera y aislada decisión, que evacuaría irremediablemente la vida misma, sino en cuanto suma totalizante de las actitudes vividas y acumulación sin futuro del entero pasado, convertido ya de forma irreversible, en presente eterno. Al ser la muerte anulación de toda posibilidad de devenir, es la facticidad consumada, o lo que es igual, término del estado de prueba por su naturaleza[12].
Esperanza contra la muerte para la vida
El hombre es un ser vivo que sabe de su muerte. Su vida es constitutivamente necesidad de afirmación a la vez que conciencia insuperable de muerte. Esta conciencia no es un saber ocasional, determinado por una situación concreta o sólo propia de una fase de la vida. La conciencia del origen, de la ordenación personal a la trascendencia, de la muerte, de la felicidad como esencial al vivir, de la bienaventuranza como destino, pertenece no a una fase del vivir sino a la estructura misma del existir humano.
Ante esta realidad de finitud, el ser humano se aferra a la esperanza, la cual nace para el hombre del encuentro con algo o con alguien que le puede sustraer a la incapacidad para otorgarse a sí mismo amor, bienaventuranza, vida definitiva. Porque nada de lo absolutamente necesario para el hombre puede ser conquistado por él mismo, aun teniendo que alcanzarlo por sí mismo todo. Ni siquiera la libertad que parecía lo más propio, insustituible e inalienable.
La esperanza última, la que se enfrenta con la muerte, no puede encontrar fundamento en las posibilidades mismas del hombre. Ante el propio límite absoluto sólo se puede esperar contando con otro. Nace por tanto de la confianza y del crédito que recíprocamente se otorgan los seres. Y un ser humano otorga crédito a otro cuando se manifiesta a él, le toma en consideración absoluta, le da confianza y le afirma incondicionalmente; o sea, cuando tiene fe en él y amor a él. A su vez, esta fe y amor iniciadores y constituyentes de la relación reclaman un acogimiento, consentimiento y respuesta equivalentes, es decir, fe y amor. Cuando una y otro se dan por ambas partes, nace la esperanza.
La pregunta por la esperanza es por tanto la pregunta por la alteridad en la vida humana ¿Ante qué o ante quién existe el hombre? Y esa realidad que está frente a él o ante la que él está, ¿entra en relación con él? Y la relación que con él instaura, ¿es de amenaza o de paz, de cuestionamiento o de afirmación, de mudo silencio o de palabra creadora? El hombre es inmortal por relación antes que por constitución. Es inmortal porque constitucionalmente es personal, religado y relacional a otra realidad: al poder de lo real, a la potencia sagrada y a la santidad de Dios.
Existe una forma límite o el hombre en el límite, como posibilidad para ser y capacidad de ir siendo; como raíz de un destino que está llamado a crecer desde sí mismo; como otorgamiento de confianza, crédito y futuro. Todo eso le está dado al hombre, es sagrado y está sustraído tanto a sí mismo como al prójimo. El hombre es creatura, no es creador. Existe desde unos límites temporales, locales, biológicos y biográficos, que no pueden ser borrados hasta hacer desaparecer los rasgos iniciales. Consentir el origen fundante, aceptar el límite como punto de apoyo para ascender o abrirse a lo ilimitado es la condición primera de la existencia y de la libertad. La creación divina en el hombre ordena para el consentimiento y el consentimiento a Dios le cualifica para la propia capacidad creadora.
La finitud es abertura a la relación y capacidad para responder a toda posible forma de relación que se instaure con ella desde fuera para medirse con ella y adecuarse a ella. El hombre es lo que puede hacer y, sobre todo, lo que puede recibir; lo que puede él conquistar y hacia donde puede ser extendido en una relación que, desde fuera, otro ser instaure con él. Es esta extensibilidad del sujeto humano hasta el absoluto la que da ya la medida de su realidad. El hombre es a la medida, y en gracia de aquello o de aquel con quien instaura la relación, ejerce la subjetividad y vive la misión[13].
Las esperanzas últimas
La vida humana, por ser tiempo, es aguardo, expectación, confianza en el futuro, o sea, esperanza. Toda vida humana está vertida al futuro, y más aun, cuenta con aquello que no está en su mano, aguarda un Futuro Absoluto que no puede programar. La previsión es necesaria y su aseguración es obligada frente a los futuros intramundanos particulares. Pero aquel Futuro, que de verdad le interesa y preocupa al hombre, atrayéndolo o repeliéndolo, ese le está sustraído. Sin ese futuro su presente queda ahuecado y amenazado. Para poder ser humanamente hay que poder esperar. ¿Qué espera el hombre más allá de las menudas, sucesivas y particulares esperanzas de cada día? Espera ser acogido, tomado en serio, amado absolutamente, reconstruido en su ser herido por la historia, perdonado, sustraído a la muerte y afirmado en la vida definitivamente.
Afirmar, salvar y amar frente a la muerte, contra la muerte y sobre la muerte, eso es lo que espera ante todo y sobre todo el hombre. Pero eso no es capaz de lograrlo por sus fuerzas, desde su soledad y en su pecado. Sólo lo puede esperar de quien es superior a la muerte y solo Dios es ese poder. Por tanto, hay esperanza fundamental, absoluta y última, si sabemos que Dios existe, si no confiamos a su poder, tras descubrir signos de su benevolencia, misericordia y fidelidad. Sin Dios manifestado como benevolencia y misericordia no es posible esa esperanza, ya que la sola convicción de la existencia de Dios no la funda ni garantiza. Sin la seguridad de que Dios se ha manifestado como benevolencia y misericordia, el hombre solo tendría la certeza de su miseria y de su muerte.
Sin Dios no es posible la esperanza absoluta para un ser como el hombre que es espiritual, personal y amoroso, con hambre y sed de Absoluto, explicita u oculta, cultivada o cegada. Ahora bien, precisamente por ser espiritual, personal y amoroso, sabe que Dios no lo es menos sino más hasta un grado de intensidad y superioridad tales, que sin dejar de serlo le convierten en totalmente otro, en la línea de la espiritualidad, de la personalidad y del amor. Un Dios así ofrece la posibilidad radical de ser la esperanza del hombre, su congénere, en la distancia y diferencia[14].
Y hacia el futuro ¿qué espera el hombre?
De la entraña del vivir es el pervivir. Si los vivientes cesasen en ese conato de ser, o esperanza constituyente, volverían a la nada. Pero eso en realidad los caracteriza en cuanto animales. Probablemente al hombre en cuanto persona no le caracteriza tanto el mero pervivir cuanto el consumar su destino siendo aceptado y transformado. Consumar es la permanencia de todo lo que es resultado de su libertad biográfica, ya que esos actos han pasado a formar parte de su ser, que ya no puede pensarse a sí mismo desde esa ejercitación consciente y amorosa que le mantuvo activo en el mundo hasta el final. Ser aceptado alude a otra necesidad mucho más profunda del ser humano: la dignidad personal, que uno tiene que instaurar, pero que no se puede otorgar desde sí mismo sino que le tiene que ser reconocida por alguien que le confiera merito, valor, verdad. Es ese sí benevolente, hecho de amor a la persona pero no menos de juicio sobre su voluntad, el que justifica al sujeto personal. San Pablo centra la mayoría de sus cartas en la justificación, que tenemos por la fe en Cristo, y que no logramos por las obras de nuestras manos. En la muerte de Jesús en la cruz, a la que el Padre no responde castigando a los culpables, los hombres descubren que Dios los ha amado con el mismo amor absoluto en que ama a Jesús su Hijo. Consiguientemente, quien mira al crucificado, reconoce en él los efectos mortalizadores de todos los pecados del mundo, asume su responsabilidad también en esa muerte y se reconoce culpable ante Dios, ése es justificado por tal fe en Cristo. La fe que el hombre aporta como abertura, confesión, súplica, encuentra su correspondencia en la acción divina que otorga al hombre su propia justicia, para que el hombre sea justo con ella. Así el hombre es justificado no a la luz de su bondad moral, sino a la luz de la justicia que Dios le comunica y en la que él es constituido una nueva criatura.
El anhelo profundo del hombre es ser transformado, el tránsito a otra forma de realidad absolutamente distinta de la vivida, que ni siquiera puede describir. La mera perduración de la actual existencia no engendra gozo sino tedio, y su prolongación inacabable sería la más terrible forma de condenación. Por ello, el hombre vuelto al futuro espera persistir, mas no en la continuación física y material de la actual forma de vida, sino tras un salto o ruptura, en una vida nueva que no puede ser conquistada sino solo esperada. Es preciso que lo corruptible se revista de incorrupción y este ser mortal se revista de inmortalidad.
La esperanza mantiene como su objetivo llegar a participar en el ser y en la vida misma de Dios. Esto es la suprema vocación humana. Pero considera que la participación es el resultado de una gracia que Dios hace a los hombres para que puedan llegar hasta él y compartir su vida. Consiguientemente, comprende el final de la historia como don gratuito de Dios a los mortales haciéndoles partícipes de su inmortalidad, eternidad y felicidad. En un real sentido, el hombre es también protagonista de la situación final. Se ha reconocido llamado por Dios, invitado a vivir la existencia en relación o alianza con él, siendo solidarios hasta el final. Dios fue solidario de la vida del hombre hasta compartir su muerte en la muerte de Jesús; y el hombre así solidario de la vida de Jesús resucitado, integrado para siempre de manera definitiva en el ser de Dios. De esta forma el ser y la vida de Dios son la última estación del itinerario humano.
Si el hombre anhela la perduración personal es porque Dios le ha dejado grabada en su entraña la memoria del origen, el amor a su ser y la promesa de un destino, que le convocan a una vida eterna. La estructura de la vida personal sería de lo contrario insensata, absurda e indigna. La imposibilidad de reconciliar este hecho determinante de la existencia es lo que funda la esperanza de vida perenne. No tenemos prueba; tenemos una esperanza fundada. Pero de lo personal, en todos los órdenes, no podemos tener garantía. De lo contrario sería reducirnos a soledad. Quienes sueltan amarras de su yo absolutizado son incapaces de esperanza y se condenan a la absoluta soledad.
Ser destinado a la vida divina, ser en encuentro y ser en esperanza son la determinación del ser humano. Cada una de ellas hace lo posible la otra y sin una las otras quedan amenazadas. Donde no hay abertura acogedora y confiada a la vida divina prometida, no hay esperanza absoluta. Y esta es, sobre todo, la que necesita el hombre.
El Dios que resucita a los muertos es el que los ha creado para la vida y ya les deja sentir ese anhelo, a partir del cual la oferta gratuita de Dios les aparece como bienaventurada y connatural; más aun, necesaria. Por esta razón, la resurrección y la inmortalidad no pueden verse en alternativa sino en convergencia. El Dios de la creación y el Dios de la revelación son el mismo Dios que ha previsto un único orden salvífico, en el que la resurrección es el aspecto fundante. Pero una y otra están dentro de un único proyecto en el que Dios crea al hombre llamándole a la participación de su vida, tal como ella es, eterna. Porque Dios no ofrece nada al hombre más acá, más allá o más atrás de sí mismo: se ofrece a sí, en sí y por sí.
La esperanza culmina, por tanto, en la confianza que se hace oración, en el disentimiento de sí mismo que se hace ofrenda; en la paz que da más crédito a Dios y a su potencia misericordiosa que da nuestra impotencia angustiada y culpabilizada. Quien así se confía a Dios, sabe que no actúa con arbitrariedad ni violencia respecto de lo que son impulsos profundos de su naturaleza. Actúa más razonablemente y por eso espera, sabiendo que no quedará confundido. Los cristianos han vivido y han muerto profiriendo dos innovaciones: “En tus manos, Señor, está mi destino y en tus manos dejo mi espíritu” “En ti, Señor, he esperado; no sea confundido para siempre”[15].
Conclusión
El ser humano al ser consciente de su finitud, puede tomar dos opciones, la primera es de asumir la vida como un sin sentido, como un absurdo, pero se enfrentaría a la nada, vivir por vivir y nada más, sin sentido, sin esperanza; pero también tiene la posibilidad de abrirse a la vida, asumiendo la propia muerte no como finitud sino como el paso a la trascendencia y que le abre al encuentro definitivo con su creador.
Por eso, el ser humano es un ser de esperanza, vive esperando, y aun más, el hombre cristiano, espera en Dios, que lo ha creado para la vida con él y que se consumará con la muerte, pues es el paso definitivo de la existencia finita a la existencia infinita junto a Dios. Ahora bien, no solamente es la existencia infinita, sino que el hombre espera en Dios que lo resucitará, por lo tanto, es una esperanza de esta misma vida, pero plenificada junto a Dios.
Por consiguiente, esta esperanza de realización plena, no ha de esperarse para luego de la muerte, sino que desde ya, el hombre va encaminándose hacia ella, en su vida diaria, empezando desde ya a asumir la vida como proceso de encuentro con Dios y que será definitivo con su muerte, por lo tanto, ya la muerte no es angustia, no es motivo de desesperación, no es la sin razón de la existencia, sino que es lo contrario, es el acto ultimo de nuestra existencia por el cual damos el paso a la trascendencia, el paso a la vida plena con Dios.
Pero a pesar de todo lo que se ha dicho, reconozco que este misterio sigue siendo tan lejano a nosotros, porque por más que hablemos sobre la muerte, por las posiciones que asumamos frente a ellas, no podemos llegar al fondo de este entrañable misterio; el hombre cristiano se basa en la fe para responder ante esta situación, y esta fe le da fundamento, sentido y valor para afrontarla al momento de llegar, pero aun así, solo es una experiencia incompatible e intransferible, es mas propia que mi propia vida, pues solo cada persona solitariamente podrá experimentar este misterio al momento último de su existencia para quedarse con su experiencia y no poderla transmitir, pues ya ha pasado a otra dimensión que, por más que busquemos, supera nuestro conocimiento infinitamente.

Bibliografía

Camus, Albert: El Extranjero. Tr. de B del Carril, Alianza Editorial, Madrid, 1993, 22ed., 143 pp.
Camus, Albert: El mito de Sísifo. Tr. de E, Benitez, Alianza Editorial, Madrid, 2006, 6ed., 181 pp.
Gonzales de Cardenal, Olegario: Raiz de la esperanza. Verdad e Imagen 137. Ediciones Sígueme, Salamanca, 1996, 2ed., 541 pp.
Jolivet, Regis: Las doctrinas existencialistas. Tr. de A, Pacios, Editorial Gredos, Madrid, 1970, 4ed., 409 pp.
Ruiz de la Peña, Juan: La pascua de la creación. BAC, Madrid, 1996, 298 pp.
Ruiz de la Peña, Juan: La otra dimensión. Sal Terrae, España, 1986, 5ed., 398 pp.



[1][1] Jovilet, Regis: Las doctrinas existencialistas. Editorial Gredos, 19704, p. 121
[2] Id., p. 123
[3] Id., p. 124
[4] Id., p. 125
[5] Camus, Albert: El mito de Sísifo. Alianza editorial. 20066, p. 76
[6] Camus. Albert: El extranjero. Alianza Editorial, 199322, p. 133
[7] Id., p.137
[8] Id., p. 139
[9] Id., p. 141
[10] Cf. Ruiz de la Peña. Juan: La otra dimensión. Sal Terrae, 1986
[11] Cf. Ruiz de la Peña, Juan: La pascua de la creación. BAC, 1996, p. 260-265
[12] Id., p. 265-270
[13] O. Gonzalez de Cardenal: Raiz de la esperanza. Sígueme, 19962, p. 45-63
[14] Cf. Id., p. 498-513
[15] Cf. Id., p. 224-245

2 comentarios:

Sara dijo...

Me ha gustado.

El cristiano verdadero es el único ser humano que puede enfrentar la muerte con paz y esperanza y decir como dijera el apóstolPablo: "Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia"

Jesús le dijo a Marta, la hermana de Lázaro: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree
en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?

Jesucristo es el Hijo de Dios, él murió por nuestra maldad y si realmente vivimos por Él, la muerte pierde su aguijón y es el paso a la eternidad.

Anónimo dijo...

E X I S T E N C I A L I S M O